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¿Por qué cuando alguien manifiesta alguna afirmación sobre la conciencia, las personas reaccionan afirmando o debatiendo con toda seguridad? Este tema no va sobre la conciencia, pero he visto que «casi» todos tienen la licencia suficiente para hablar con rotunda seguridad: la afirmación que la conciencia habita de manera inescrutable en nosotros. Nos sentimos dueños de lo que se puede decir sobre ella porque la usamos, nos dicta cosas, es parte esencial de nuestro aparato cognoscitivo, el mismo que guía nuestro día a día. Entonces, ¿por qué creer que no sabemos nada contundente de ella? Algo similar sucede con el pesimismo, sentimos que es algo negativo porque, no importa cuan mal veamos las cosas, somos capaces de guiar nuestros pensamientos hacia algo mejor, que sucederá a toda la negatividad que habita en nuestra realidad. En ambos casos, investigadores muestran los resultados de sus análisis y hallan un campo minado por esas licencias que nos tomamos. He aquí un enfoque con el que pretendo abordar el tema.

   Como comentábamos en una publicación anterior, podemos hallar (o inventar) una premisa a cada afirmación planteada con el objetivo de mantener una deducción racional hacia el hecho que consideramos cierto. Cuando un creyente se detiene en tal proceso, dice que es un dogma de de fe, que Dios es la primera causa, el origen de todo (especialmente lo bueno) de nuestra realidad. El Dios de los filósofos tiene un origen similar: es la substancia que da soporte a la realidad; por ejemplo, las leyes de la naturaleza, el espíritu absoluto de Hegel o el Dios de Spinoza; pero liberado de toda la parafernalia de las religiones (la que no obstante, mantiene el análogo de quien analiza la cuestión; pero esto es otro tema que veremos después).

   Entonces, no dudamos que hay algo detrás del telón que precede a nuestra realidad. Esta distinción básica de la naturaleza de la realidad es la que escinde nuestros juicios sobre ella en fenómeno y noúmeno. En primer lugar, el fenómeno es lo que opera en nosotros, en nuestro aparato cognoscitivo, de dos maneras: la intuición y el entendimiento. La intuición es los que percibimos en una dimensión espacio–temporal mientras el entendimiento categoriza los conceptos según sus cualidades, cantidad y relación entre ellos. La suma de ambos, intuición más entendimiento, produce el conocimiento del mundo fenoménico, es decir, lo susceptible a la intuición empírica, el mundo de nuestras experiencias. Por otro lado, lo que no es así susceptible es lo que se llama noúmeno: aquello que aparece cuando el mundo se agota en su perceptibilidad en los objetos de nuestra experiencia, mente y razón; es decir, el consumo del aparato cognoscitivo.

   Todo cuanto queda nos aparece como una cosa en sí misma de aspecto ilusorio, lo que bien puede ser origen de toda las multiplicidades fenoménicas, el origen del que hablábamos antes. Sin embargo, ¿dónde está el noúmeno? Pues bien, si sabemos que hemos de tener un principio para esas multiplicidades —un algo detrás de todo, esta fuerza elemental, la energía básica, de lo que todo se deriva—, entonces aparece la noción de lo que aquí llamaremos la pulsión de toda percepción (realidad, vida, etc.): pulsión que es manifestación de la misma fuerza o energía cósmica. Metafóricamente, la pulsión, la fuerza o energía, que da vida —a nosotros, un animal, una flor— y, en el tiempo, nos lleva hacia la muerte en tanto es independiente de todo, nada la antecede y todo deriva.

   Esto es la metafísica de lo fundamental, del mar que soporta la cresta de la ola que somos cada uno de nosotros y, para la cual, somos insignificantes, pues nunca descansa. Y es aquí donde empezamos con el pesimismo. En ese incesante devenir no hay plenitud. Ninguna dialéctica (humana, demasiado humana, et tertia non datur) puede llevarla a la calma. Algo que podemos percibir en Nietzsche y Freud: el inconsciente del hombre, las pulsiones que ponen en tela de juicio la autonomía de la razón, una ventana a la que no podemos asomarnos con la seguridad de saber aquello que pudiéramos ver.

   Se manifiesta en nuestra búsqueda perpetua de la felicidad, inalcanzable por la naturaleza misma del deseo (que tenemos por algo). Ese deseo que es la expresión de una falta, una carencia, una necesidad (o peor, el capricho que volvemos necesidad), y por hallarnos en un estado de deseo, sufrimos; lo que resulta en que son expresiones dolorosas. Mas, cuando por fin se alcanza lo deseado, se suprime el dolor y experimentamos la felicidad. Pero no es sino un rito de paso por la felicidad que es sensación temporal de la supresión del deseo , la misma que nos da un placer de posesión que se verá disminuida para luego desaparecer surgiendo nuevos deseos.

   Como resultado obtenemos una experiencia que vivimos en un sentido negativo y no positivamente. Por ejemplo, la oscuridad, en tanto ausencia de luz, es a la felicidad, en tanto ausencia de sufrimiento o dolor: las estrellas consumen su combustible, una vela agota su flama, una vida se apaga. En vez de ser algo en sí mismos, la luz como la felicidad obedecen a una experiencia de consumo, a cada paso disminuyen. Y así, en este mundo metafísico, la naturaleza de la realidad, de las pulsiones, se manifiesta en conflicto: no hay nada de optimista en el fin de la violencia, la codicia, las guerras, porque no pueden transformase racionalmente, he ahí la esencia por que conocemos a un mundo que no es en su fundamento racional, sino una crueldad —sin sentido.

   De este modo, la razón no es la fuente de la ética ni la moral, sino algo instrumental, pues la razón es sólo la abstracta obligación que genera la representación del sufrimiento (a curar). Lo que se necesita además de razonar, es sentir… sentir esas pulsiones, experimentar, sufrir con ellos; lo que no es otra cosa que la definición de compasión como base de la ética. Y ya que, en este sentido ontológico, somos solidarios, podemos por ello actuar (sentir): al ver un gato perdido en medio de un tránsito feroz, éste no comprende lo que sucede, y por ello lo vemos patético. Pero nosotros sabemos de qué se trata: sigue siendo una desgracia, pero al menos tiene sentido porque sabemos. Y podemos actuar. A partir de ello hacia la desgracia de nuestra situación, entendemos el por qué (aunque cueste llegar al «¿qué hacer?»).

   La raíz de la maldad, su fuente, es ser esclavo de las pulsiones, como un adicto a su droga. Mientras sigamos siendo guiados las pulsiones de nuestro ego, deseando y tratando de poseer cuanto pueda, acabaremos sufriendo. El desprendimiento de esto consiste en la fertilidad: crear, pasar por una virtud o un arte. Pues mientras el intelecto y el ego están al servicio de las pulsiones —tiñendo nuestra percepción de objetivos y esfuerzos por las pulsiones, tenemos por otro lado que el producto de nuestras virtudes son contemplativas y no apetitivas. Calmando el descontrol del ingreso de las pulsiones: no dejaremos el sufrimiento, pero agotaremos su capacidad de concentración.

   Ahora, es seguro que cuando vea a alguien tildado de pesimista, recordaré que no todos razonan sobre nuestro lugar en la realidad y lo que realmente es la fuente del pesimismo. Al menos, espero no se trate con contundencia peyorativa o ignorante.

P.S.

—Nada es justo. A lo más a lo que podemos aspirar es a que sea lógico. La justicia es una rara enfermedad en un mundo por lo demás sano como un roble, un mundo donde lo único bueno que nos deja el pasado es la historia, una que no tiene tiempo para ser justa, y como frío calculador no toma en cuenta más que los resultados.

—Hay dos tipos de compasión: una que es sólo una defensa instintiva del alma —una respuesta al dolor ajeno, que no se compromete; mientras que la otra, aquella que es realmente con–pasión, que es consciente de la realidad, que está dispuesta a llegar a las últimas consecuencias, aun a costa del propio bien, es la verdadera.

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